Herencia de Empresa Familiar
En las empresas familiares, donde los lazos emocionales se entrelazan con decisiones patrimoniales, el verdadero riesgo no siempre es la competencia, o la crisis económica. Muchas veces, el mayor peligro está en un código civil escrito hace siglos. En Colombia y otros países de tradición jurídica latina, la figura de los “herederos forzosos” puede convertir una herencia en una bomba de tiempo. Mientras tanto, en países sajones, donde los fundadores tienen libertad para dejar su patrimonio como deseen, las reglas del juego son otras. Este artículo propone una reflexión profunda sobre cómo estas dos formas de entender la herencia pueden marcar el destino de una empresa familiar. ¿Debe la ley obligar a heredar por igual a todos los hijos, incluso a quienes no se involucraron jamás en el negocio? ¿O debería respetarse la voluntad del fundador?. Porque lo que está en juego no es solo un reparto de bienes, sino la continuidad de generaciones de trabajo y propósito.
El sistema legal colombiano, como el de la mayoría de países de derecho civil, establece que los hijos todos: Legítimos, ilegítimos, reconocidos o recién descubiertos, tienen derecho a una porción del patrimonio de sus padres. A estos se suman el cónyuge sobreviviente y, en ausencia de descendientes, los ascendientes. Son los llamados “herederos forzosos”. El fundador de una empresa no puede, aunque quiera, dejar fuera del reparto a un hijo que nunca mostró interés, ni puede asignar a uno de sus hijos el 100% de la compañía si tiene otros. La ley establece que una parte obligatoria del patrimonio se debe repartir por igual, con muy pocos márgenes de maniobra. Aunque existen mecanismos como testamentos, donaciones en vida o reorganizaciones patrimoniales, la libertad está restringida por el principio de protección del núcleo familiar. Esto parte de una buena intención: evitar que un padre abandone a sus hijos o favorezca a unos en perjuicio de otros. Pero en la práctica empresarial, este principio puede llevar a decisiones catastróficas. En contraste, el sistema sajón, basado en el “common law” opera con una lógica radicalmente distinta. Allí, la herencia no es una obligación sino una elección del testador. Los padres tienen la libertad de dejar su patrimonio a quien deseen: sus hijos, un solo hijo, su pareja, una fundación o incluso su mascota. La ley no impone un reparto obligatorio entre herederos ni presume que todos los hijos tienen derecho automático a una parte del legado. La obligación de los padres termina, en muchos casos, al cumplir sus hijos los 18 años. A partir de allí, cada quien forja su propio camino. La lógica de este sistema es promover la autonomía, el mérito y la responsabilidad individual. Y aunque puede sonar duro, es precisamente esa libertad la que permite a muchas familias proteger la integridad de su empresa y premiar el compromiso real con el proyecto familiar.
Estas diferencias se entienden mejor con historias reales. En Colombia, conocí el caso de un empresario que fundó una importante compañía de transporte. Tuvo tres hijos con su esposa, pero también, en secreto, mantuvo una segunda relación por fuera del matrimonio. Nunca dejó organizado nada. Al morir repentinamente, en el velorio apareció la segunda familia, con dos hijos adolescentes que legalmente tenían los mismos derechos que los hijos «oficiales». La empresa estaba compuesta casi en su totalidad por activos no líquidos: acciones, vehículos, instalaciones. Para cumplir con la repartición legal, los hijos que manejaban la empresa se vieron forzados a endeudarse con bancos y prestamistas privados, vendieron una bodega clave, perdieron parte del control accionario y, en menos de cinco años, terminaron vendiendo la compañía a un tercero. La empresa se salvó, pero la familia quedó fracturada. Y el legado del fundador, desmembrado por una ley que no admitió que alguien debió haber hecho un testamento a tiempo. En el otro extremo está el caso de una norteamericana que conocí hace algunos años del sector agrícola en el estado de Texas. Desde sus 50 años empezó a planear su sucesión. Tenía dos hijos: la mayor, profundamente comprometida con la empresa, y el menor, artista, que vivía lejos y nunca se interesó por el negocio. Ella decidió crear un fideicomiso vitalicio: dejó la totalidad de las acciones a su hija y asignó una suma en efectivo a su hijo, equivalente al valor de una casa, pagado con un seguro de vida. El testamento fue claro, y al fallecer, no hubo sorpresas. Su hijo, aunque extrañado por la decisión, no tuvo argumentos legales para reclamar. La empresa siguió funcionando sin sobresaltos, liderada por su hija, que conservó el 100% del control. Hoy, es un caso exitoso de transición generacional sin trauma.
Los dos casos muestran un contraste profundo. En el primero, la falta de planificación y la imposición legal de la igualdad generaron conflictos, endeudamiento y pérdida de control. En el segundo, la libertad legal permitió una transición racional y coherente con la historia de vida de cada hijo. ¿Cuál es más justo? El lector puede tener su opinión. Pero lo cierto es que, cuando se trata de empresas familiares, tratar a todos por igual no siempre es lo más justo ni lo más funcional. El compromiso, el mérito y la visión de largo plazo también deberían tener cabida en las decisiones sucesorales.
La trampa invisible de la herencia: ¿Por qué la ley civil puede destruir tu empresa familiar?